lunes, 19 de junio de 2017

Si usted supiera lo que es correr profesionalmente



Desde antes de aceptar esta columna, decidí no hablar jamás en ella sobre temas ajenos a la literatura, mucho menos de política ni crítica social, pero luego de darle muchas vueltas al asunto esta vez debo hacer una excepción, y se debe a que el atletismo está ligado a mi quehacer como escritor, incluso podría jurar que mi literatura le debe mucho a los corredores que me han compartido desinteresadamente su conocimiento para pulir mi técnica en la pista.
Desde que me mudé a Tijuana, me casé y comencé a hacer vida en la frontera el atletismo se me convirtió en una actividad obligada dentro de mi rutina. Correr a diario o cada tercer día entre cinco a nueve kilómetros no solo me ha dado un cuerpo bajo en triglicéridos y colesterol, sino la disciplina para rendir más frente a la computadora y la tranquilidad mental como para escribir con la mente despejada. Antes escribía por las noches, ahora lo hago en las mañanas y dejo las noches para reposar las ideas y los músculos. Y todo esto no lo logré solo. Sucedió gracias a Flor y a la enseñanza del entrenador que ha tenido la generosidad de aceptarme en su grupo de atletas adolescentes que entrenan en el CREA, todos chicos dedicados a sus estudios y con la idea bien firme de convertirse en corredores de alto rendimiento.
Cualquiera lo sabe, en la pista el único aliado y enemigo es uno mismo. Uno es capaz de decir “ya me cansé” o “no puedo”, y renunciar a la carrera, pero también uno es capaz de decir lo contrario y finalizar esa carrera contra el cansancio, el clima, las ampollas, los dolores musculares y el cronómetro para romper marcas. Pasa muy parecido con la escritura. Cualquier escritor sabe que él es el ritmo de su producción diaria, pues la escritura es un músculo que debe ejercitarse todos los días si en realidad quiere perfeccionar su estilo y finiquitar sus proyectos narrativos. Si no hay voluntad para pasar de dos a seis horas frente a la computadora obligándose a escribir cierto número de páginas o afinar la sintaxis, como diría Norman Mailer, no hay literatura.
Pero si me pongo realista y comparo a la escritura con el atletismo, puedo decir sin temor a equivocarme que los narradores -oficio que exige mucho tiempo y dedicación al escritor- les salemos debiendo a los corredores. Más a los fondistas que corren diariamente 10 kilómetros y defienden esta actividad como una profesión con la cual se ganan la vida y se hacen de una trayectoria o cierto renombre en la comunidad de corredores de la península.
No es lo mismo sufrir dolores de cabeza a causa de un personaje que te hace sindicato en una novela, o una palabra que no se deja encontrar para unirla con otras, a sufrir dolores musculares luego de haber corrido 22 km un fin de semana, o haberte enfrentado a la mentada pared en el km 17, momento en que te puede vencer la mente, haciéndote creer que tienes hambre, que estás cansado o que dolor en las plantas de los pies es más fuerte que tú.
La escritura es un trabajo intelectual que agota la mente. El atletismo, en cambio, es un trabajo físico y mental que puede dejar tumbado al atleta hasta por dos días en cama.
Pero si hablamos de apoyos o concursos que remuneran el trabajo del escritor y del corredor, los escritores somos privilegiados: al parecer nuestro país asistencialista apoya más a la literatura que al deporte. Algunos poetas han llegado a demostrar que en México se puede vivir dignamente ganando juegos florales mes con mes y disfrutando de una beca estatal que puede ayudar a pagar meses o hasta un año la renta y llenar de comida la alacena. En el atletismo no se corre con tanta suerte: la carrera que más dinero ofrece en Baja California es el medio maratón de Tijuana, sucede cada año, son muchos los competidores que se preparan para esta carrera, y el premio al primer lugar es de 25 mil pesos mexicanos. Aún así, si en el atletismo bajacaliforniano existiera el mismo número de competencias que de premios literarios y becas para escritores, un entrenador profesional no arriesgaría a su corredor a que participara en todas por temor a las lesiones.
Podría alargarme en comparaciones todavía mucho más importantes, como la dietas especiales que los corredores deben hacer si buscan tener un óptimo rendimiento en la pista o conservar el músculo y quemar solamente la grasa, con los hábitos alimenticios de los escritores. Pero eso es harina de otro costal. De dietas, los escritores conocen muchas, pero privilegian las de los tacos de la esquina, los hot dogs y las caguamas banqueteras.
“Quien corre está loco”, llegó a decirme el entrenador la primera vez que pisé la pista. “¿Quién en su sano juicio se muele los músculos, los huesos, sobre todo las rodillas, nada más para desafiar la gravedad?”
Y sí, quien corre está loco. ¿Alguno de ustedes sabe de qué viven estos atletas?, ¿alguno de ustedes conoce el nivel de compromiso que tiene cada uno con el correr?, ¿alguno sabe cuánto tiempo debe dedicar y qué esfuerzos debe hacer un fondista o velocista para competir un medio maratón, maratón o carrera de relevos?, ¿alguno de ustedes sabe de qué vive un atleta profesional? Seguro no y es porque muchos de los bajacalifornianos no corren ni en defensa propia, sobre todo porque Tijuana carece de zonas de esparcimiento, de áreas verdes donde hacer deporte, incluso la ciudad no está diseñada para los transeúntes, mucho menos para que adolescentes o adultos salgan a correr a las calles sin temor a ser atropellados por el excesivo tráfico vehicular.
En el pasado muchas veces intenté correr en Zona Río, Agua caliente, y en más de una ocasión pude haber sido arrollado por una camioneta conducida por una ama de casa estresada o un padre de familia acelerado. Lo peor no es esquivar los carros, lo peor sucede cuando los conductores hacen sentir culpables a los corredor por salir a hacer deporte a la calle, como si hacerlo fuera una grosería que se debe castigar echándonos el carro encima.
Y me atrevo a repetir que seguro mucha gente no sabe qué es correr, ni mucho menos qué es hacerlo profesionalmente, pues hace un par de semanas el grupo de chicos con los que suelo entrenar estaba buscando las formas, junto con su entrenador, para conseguir el dinero que los ayudaría a pagar la mensualidad del gimnasio donde se fortalecen en las mismas instalaciones del CREA, pues de un día para otro les retiraron el apoyo mensual por razones que no quiero alargarme explicando aquí.
Cualquiera de ustedes puede estar de acuerdo conmigo: la verdadera calidad de vida de una sociedad se ve reflejada en su transporte público y en sus áreas deportivas. En Tijuana carecemos de ambas.
Si en el grupo de corredores hay dos personas que saben escribir, lo primero que se le ocurrió a mi esposa fue redactar una carta a la regidora de Salud y Deporte que expresara detalladamente la situación, y anexar en ella las semblanzas académicas y los logros deportivos de los ocho corredores jóvenes, que no pasan siquiera de los 22 años. Una vez lista la carta, los corredores con más edad se la llevaron a la regidora, pero quien los atendió fue su secretaria. De la funcionaria no hubo respuesta hasta una semana después. Su agenda, según la misma secretaria, estaba atiborrada. Y no lo dudo, durante la inauguración de la Feria del Libro de Tijuana vi a la regidora ocupando frente a mí la primera fila en la Sala Federico Campbell del Cecut, como si ella hubiera tenido algo que ver con la organización de la misma feria y en realidad estuviera comprometida con la promoción de la lectura. Vamos, que si algún periodista incisivo (uno de esos que se toman la molestia de hacer su trabajo) le hubiera preguntado el nombre del homenajeado nacional o por alguno de sus libros que se presentarían, la regidora seguro habría cantinfleado. Al final de la ceremonia posó, como otros tantos funcionarios, para la foto al lado de la autoridad municipal. Hoy en día el trabajo diario de muchos funcionarios públicos es sonreír frente a la cámara.
Cabe escribir que no hubo respuesta ni apoyo por parte de la regidora de Salud y Deporte. Pero tenaz como siempre ha sido, mi esposa le platicó a una amiga lo sucedido y esa amiga, bien intencionada por cierto, le comentó que ella le mandaría la misma carta a otra regidora pero del Partido Acción Nacional, el mismo que ahora gobierna Baja California y dirige Tijuana. Su respuesta fue la que suponíamos iba a ser: ningún regidor tiene acceso a la partida de gasto social. Como para suavizar las cosas, la funcionaria mandó decir que pusiéramos en una hoja los datos de cada muchacho para ver qué se podría hacer después.
Al final terminamos preguntándonos: ¿qué se puedo esperar de los regidores si no son capaces ni de leer completa una carta?
Podríamos seguir hablando de lo desatendida que está la ciudad por parte de los funcionarios públicos, como por ejemplo podríamos escribir sobre los baches de Tijuana. Pero eso es tema para otra columna. Lo que sí puedo decir es que la abundancia de los mismos ya se convirtió en tema de escritura literaria en mi seminario de creación. Mis alumnos  andan escribiendo cuentos que inician así:
“En una mañana cualquiera, mientras conducía rumbo al trabajo, esquivé un bache, luego otro y, sin saber cómo, mi carro cayó en uno enorme que me trajo a esta isla desierta, donde espero encontrar otro bache para volver a casa”.

Sobre Desterrados




Alguna vez el escritor centroamericano Sergio Ramírez dijo que las novelas son un proyecto de vida y los cuentos una decisión de meses. Las primeras se escriben como un proyecto personal durante un determinado tiempo y planeación programada y los libros de cuento, en cambio, se arman durante lapsos intermitentes, conforme al escritor se le van ocurriendo los argumentos para escribir cada uno, o cuando los escribe para determinadas revistas o antologías que lo invitan a publicar. De esta forma las novelas se hacen bajo un eje temático, uno tono discursivo y ciertos objetivos que uniforman por entero su trama general. El libro de cuentos, por su lado, vendría siendo un compendio de historias donde el estilo del escritor sea la único unidad o hilo conductor. Así, la diferencia entre la novela y el cuento es que la primera se centra en la longitud larga pero segmentada por capítulos, y el libro de cuentos narra una y otra vez, según el número de piezas, tramas diferentes de personajes disímiles.
Este argumento no sólo campea en el escritorio del narrador que ha forjado un oficio a través de las novelas, sino que las editoriales comerciales o trasnacionales, cada vez más apuradas por el ingreso económico a sus arcas que por la calidad misma, lo adoptan en sus compromisos de venta, tratando de publicar año con año más novelas que libros de cuento y denostando al cuento mismo como uno que poco llama el interés del público lector: el cuento no vende por lo que esconde y la novela vende por lo que enseña.
En este contexto existen dos posibilidades para el narrador. El cuento sólo es cobijado por las editoriales transnacionales si el nombre del autor es conocido y asegura ingresos. O el cuento es publicado por editoriales independientes si el libro apuesta por la literatura misma; es decir, si su escritura es sólida y novedosa.
Una editorial cuyo catálogo cobija a los libros de cuento como si cobijara a una tradición de cuentistas es Ediciones Era, con más de 40 años de historia, han publicado a plumas de primero línea como José Revueltas, Julio Torri, José Emilio Pacheco, Héctor Manjarrez y a Eduardo Antonio Parra, este último uno de los narradores mexicanos que dan la vuelta de tuerca a la marginación del relato y se debe en gran medida a que sus preocupaciones son explorarlo con la misma exigencia y rigor con que se explora la novela, pero con la concreción, sugerencia y musicalidad de la poesía.
Su obra está compuesta por cinco libros de cuento y una compilación de los cuatro primeros en Sombras detrás de la ventana (Ediciones Era, 2013). Sus temáticas centrales rescatan, si me apuran, son la herencia de Juan Rulfo, José Revueltas y Heriberto Frías; esos personajes marginados cuya voz se ancla en el campo, las regiones precarias o devastadas de México, así como la frontera donde destella el sueño americano y nace la pesadilla del migrante, y los campos de batalla mexicanos donde el enemigo no son los inventos del hombre, sino las reacciones de la naturaleza.          
Desterrados , libro de cuentos publicado en 2013, es el más reciente del autor nacido en Guanajuato en 1965, y está escrito por un cuentista de largo aliento que experimenta con las estructuras, el acomodo de los acontecimientos en la línea temporal del relato y, sobre todo, se anima a urdir su obra casi bajo la misma preocupación que los novelistas: el orden de los cuentos en el libro obedece al de anécdotas del destierro, la errancia, la promesa de una mejor vida, pero también hay un sólido manejo de la literatura de los sentidos, es decir, lo erótico, desde la psicología de los personajes y las sensaciones.

Parra pose una capacidad ejemplar de la observación y un conocimiento profundo de la cuentística mexicana. Su obra nos ayuda a entender que un escritor de primera línea debe conocer y tener una postura crítica frente a la tradición literaria, sus precursores y hacedores; la evolución y constante del cuento producido en el país donde escribe y de la lengua con que se comunica. Sus cuentos están escritos con una retórica urdida por el lenguaje de la tierra y la musicalidad de los libros, ambas herramientas al servicio de historias que persuaden al lector desde las primeras líneas y lo sueltan desconcertado al final de las mismas, pues cuando creemos que la situación extrema en la que se halla el protagonista llegará a su fin, Parra nos da una nueva sorpresa que nos lleva de la mano hasta el final de sus páginas, para sugerirnos que la literatura bebe de la vida: nunca acaba cuando uno cree, ni reinicia cuando uno desea.
En el nivel de los personajes de Desterrados, tienen la densidad necesaria como para humanizarlos. Muestran odio, esperanza, culpa, amor, deseo. Están construidos por la sicología profunda de quienes viven los dramas nacionales de la clase baja y media mexicana: el migrante o el viajero que busca su hogar, el vagabundo —shivoexpiatorio de la doble moral civil y las corruptelas policíacas—, los pobladores olvidados a las orillas de la carretera, el boxeador que perdió todo en el ring, el hijo que creció sin padre, pero es rescatado por una costurera de procedencia dudosa, las personas mayores que viven el día como si no hubiera mañana, la tensión que se vive en el campo de batalla en un homenaje a Heriberto Frías, el policía alejado que añora a la madre como se añora su tierra, el hombre que vive el amor sexual en su suegra y su esposa, los comensales que se entregan completamente con los sentidos a flor de piel.
Desterrados de su patria, de los otros, de sus cuerpos, de su propia cordura, y hasta de sus deseos, en estos 15 cuentos Eduardo Antonio Parra se reafirma como un maestro de la narración en tercera persona, omnisciente o pequeño dios que tiene conocimiento del todo; un narrador que escribe con el olfato, la mirada, el gusto, el oído y atiende la oscuridad humana, esos pasadizos oscuros que sólo maestros de la literatura han explorado sin defraudarnos, para enseñarnos que el cuento, aunque pudiera ser un género desterrado del marcado editorial y hasta de cierto número de lectores, tiene la forma y la hondura para capturar la bastedad de un país lleno de hombres que se alejan de su patria, de mujeres que los esperan y de hijos que seguirán a sus padres, como si buscaran la tierra prometida.

Antes de rezarle a Dios le rezaba a mi madre






Hay temas a los que los escritores prefieren darle la vuelta y no tocar ni de refilón en sus conversaciones. Pero en la escritura emergen entre una página y otra casi como deudas pendientes con el pasado. El mío sin duda alguna es hablar de mi familia. Más precisamente de mi mamá. Una amiga alguna vez me hizo la broma: "tú no tienes madre"; y quise regresársela diciendo: "y tú no tienes corazón". Hacía 4 años le había dado un paro cardiaco y se le atrofió una cuarta parte del órgano, de manera que, literalmente, no le funcionaba completo. Sólo le respondí que sí, que no tenía madre, evitando como siempre hablar de mi mamá. Pero en mi primera novela Nunca más su nombre hay un capítulo completo donde hablo de ella, donde confieso que, antes de enseñarme a rezarle a Dios, le rezaba a sus faldas porque era todo para mí luego de que me sacaron con fórceps de su vientre.
Y seguro fue porque durante los 9 meses que estuve dentro suyo la pasé tan bien que me negaba a salir, a respirar este mundo que -si me dejan ser más honesto todavía- me tardo mucho en comprender, más cuando alguno de mis conocidos actúan de manera distinta a lo que yo creo debe ser la convivencia humana. Confiar en los otros fue quizá lo primero que se me enseñó en mi casa, aparte de adorar a mi madre como si fuera papá a la vez.
Ella se llama Magdalena Lechuga Garcés, de su sangre saqué el Lechuga, apellido que no pongo nunca en mis libros publicados, en los textos que firmo como escritor, ni siquiera al presentarme con quien dicen debo presentarme; detalle no tan mínimo, pues me ha provocado un centenar de pleitos con ella, por más que dé explicaciones razonables. Su principal reacción siempre es: "mucho has de deberle a ese cabrón". Luego se arrepiente: "si mucho te avergüenza el Lechuga quítatelo de una vez en el registro civil".
Mi mamá estudió Derecho, terminó la preparatoria semiescolarizada embarazada de mi hermana menor. Luego la licenciatura cuando me gradué de la preparatoria y mi hermano de la universidad. Años después hizo dos maestrías. Mi espíritu de lucha diaria se lo heredé, pues cada vez que le decían que no, entendía un sí pero faltaba un poco más para lograrlo. A la fecha litiga como si defendiera a su propia sangre en los juzgados y es temida en el gremio de las sentencias.
Mis papás se divorciaron cuando yo tenía 8 años. Esa historia también viene en la novela como un ejercicio de autoficción que, más que incluirme como el protagonista de una historia inmerecida, reflexiona el verdadero valor de un padre para un hijo que se cree su propio Dios luego de verse descastado. Pero este artículo es sobre mi mamá y no sobre la novela ni mi padre.
Uno de los mejores recuerdos que tengo de Magdalena es cuando la acompañaba a Villa Hidalgo, municipio equidistante entre Aguascalientes y Zacatecas (sí, no nací en Tijuana; en mis venas corre el rojo semidesierto y en mi alma fluye el azul claro de sus cielos) a comprar ropa para vender. Visitábamos tienda tras tienda, surtiendo los pedidos y llenando más las bolsas que mi mamá cargaba en su espalda como Sísifo su destino. La recuerdo también haciendo cuentas, incluso separando el dinero justo que íbamos a pagar para volver en camión a casa y el costo de la comida antes de partir. Otro recuerdo es verla recorrer con una bolsa grande, de esas de plástico de color azul y rojo, el colegio donde yo estudiaba. Durante el mediodía me llevaba el desayuno y le vendía ropa a las monjas y a las mamás de mis compañeros. En su trabajo vendía a sus conocidas; los domingos a mis tías, a mis primas; y en la calle a quien se dejara. Algunas les pagaban y otras no. Las ganancias se fueron en finiquitar la deuda del departamento donde viví mi infancia y adolescencia y las colegiaturas de mis hermanos y la mía.
Mi madre pronto se deshizo de esa gran roca de deudas de su espalda. Lo hizo empeñada en ser diferente  a través del Derecho.
Otro recuerdo es verla ahorrar para irnos las vacaciones de verano a la playa de Puerto Vallarta. Mis amigos, hijos de matrimonios funcionales, se iban a Europa. Pero a Magdalena nunca se le atoraba nada. Visitamos la playa durante tres años seguidos y una ocasión los ahorros de su trabajo y ciertos bonos ayudaron a que pasáramos una semana en un hotel llamado Girasol Sur. Tuvieron que darme un tratamiento dermatológico tras volver a casa porque la piel se me arrugó por el exceso de horas en la alberca. Más que meterme al mar, me gustaba la tibieza del agua clorada y nadar junto a mi madre.
Para un hijo como yo puede ser maravilloso no crecer y vivir siempre al lado de su mamá. Pero crecí y me enamoré de otra, la literatura. Y, contrario a la relación que tenía con mi mamá biológica, a la literatura le dedicaba las noches. Leía lo que llegara a mis manos y compraba libros con lo poco que ahorraba a final de mes. Los soterrados celos de Magdalena emergieron cuando abría la puerta de mi cuarto sin avisarme y decía: "te vas a quedar ciego de tanto leer esas cochinadas". Yo escondía el libro bajo las cobijas y me abochornaba como si me hubiera descubierto con pornografía en las manos. 
Al terminar la preparatoria se fisuró nuestra relación. Uno no siempre es lo que sus padres desearon, al menos no en mi familia. Magdalena siempre tuvo esperanzas de que yo sería el hijo que enderezaría el mal rumbo de mi sangre: deseaba que fuera médico o abogado. Pero decidí ser escritor y, sin medir las consecuencias, estudié Letras. En mi casa nunca hubo libros o si hubo eran pocos de Derecho. De modo que todo el arte y la literatura era un mundo desconocido para mi mamá; un hoyo negro a otra dimensión que si no cerraba a tiempo su hijo sería tragado.
"¿De qué viven los escritores?", llegó a decirme muchas veces.
Y como entonces no lo sabía, jamás le contesté.
Como toda madre protectora puso las cartas sobre la mesa: "¿literatura o casa?". Y, como la necedad la saqué de ella, a los 18 años empecé a vivir solo, siempre buscando los sitios idóneos para escribir. Así me la llevé hasta que me vine a vivir a Tijuana, frontera donde me casé, escribo a diario, doy clases de escritura creativa, publico poco a poco libros y asesoro ferias literarias y llamo a mi mamá para recordarle que tiene hijo.
No sé si en nuestras conversaciones se lo he dicho, pero el pasado es una historia que uno se cuenta a diario, más si escribe como si fuera testigo de este mundo y buscara darle alma a su escritura. Yo me he contado muchas veces la historia de mi madre y también he buscado muchas veces escribirla. Si entre mis páginas no aparece, es muy seguro que esté oculta entre mis manos como la energía diaria que me levanta para ponerme a trabajar. No sólo le debo la confianza en los otros, la necedad y las ganas diarias de escribir, le debo también el que me haya hecho su hijo.
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